La democracia es una cosa extraña. Por cómo hablamos de ella, da la impresión de que está allá afuera, que se trata de algo que podemos buscar, encontrar y construir.
Pero no todos. A mi generación le ha tocado sentir la democracia de manera distinta: hemos sido los afortunados sucesores de quienes ya habían llegado a ella, de aquellos héroes que la alcanzaron por nosotros. Así que nuestra tarea ha sido distinta. Nos tocó ser partícipes, mantenerla, mejorarla, y, eso sí, seguir construyéndola. Aunque también nos encomiendan otras cosas y cada día la hablamos con otras palabras, con otros verbos: a la labor arquitectónica la ha sucedido la policiaca. Hoy nos exhortan a protegerla de amenazas crecientes, dentro y fuera. La verdad es un poco complicado cuidar algo que rara vez se encuentra.
Me la habré topado un puñado de veces, la primera en el año 2000. La fecha era de renombre; al fin y al cabo, no todos los días se inicia un nuevo milenio. Y mientras cambiábamos las agendas, estrenando nuevos numerotes, aprovechamos la ocasión para cambiar de gobierno. Por supuesto, por aquellos años todo eso me rebasaba. Durante los meses previos a mi sexto cumpleaños, viví la democracia con carteles azules y un señor bigotón que nunca acabó de agradarme. Y con mi amiga de la infancia. Nos divertíamos en el coche de mis padres molestando a otros conductores, ocasionalmente sacándole la lengua a algún pobre desdichado; ella hacía una V con los dedos a quien se le pusiera en frente. Sin duda me habrá explicado que se trataba de un gesto de apoyo al señor del bigote, sin duda no habré entendido nada.
Desafortunadamente, pasaron los años y con ellos vino mayor comprensión. Los carteles podíamos agradecérselos a los partidos, que eran algo así como unos clubes de señores y señoras (sobre todo señores) que cada cierto tiempo decoraban la ciudad con colores. Aprendí, también, que aquella tapizada señalaba la venida de las elecciones, un juego medio aburrido donde los adultos tenían que decantarse por alguno de los partidos, pelearse entre ellos y «votar».
Así, cuando llegamos a 2006, todo se aclaró. En esta ocasión también había un señor de bigote, pero nadie parecía prestarle mayor atención: los meros meros eran otros. En mi colegio, una escuela privilegiada en el seno de la colonia del Valle, la mayoría simpatizaba con el partido de los colores azules y el señor Calderón. Mis compañeros hablaban de los empresarios y la clase media; y, a pesar de que nadie tenía muy claro cuál era el problema, muchos juraban que el otro señor era un peligro para México. A ese México que se manifestaba en las clases de historia, y todos los lunes en el saludo a la bandera, alguien tenía que protegerlo.
En casa no había mucha discusión. Si se hablaba de alguien, era del señor maloso, no de los pobre empresarios, y, con mezcla de solemnidad y nerviosismo, de la izquierda. El resultado todos lo recordamos: acabó siendo una contienda reñida, se habló de fraude, “voto por voto, casilla por casilla”, el plantón y la doble toma de protesta. Al final se pasó la fiebre y lo que me quedó de ese segundo encuentro fue una pulserita del señor Campa.
Un año después, comenzaron los problemas. Hasta entonces, para mí las drogas habían sido algo más abstracto que todo el andamiaje del juego democrático, y mi experiencia con aquel tenebroso mundo se limitaba a los comerciales de TV Azteca donde una florecita con versos bastante malos me incitaba a vivir sin ellas; a las pláticas en el colegio, donde nos juntaban a todos en el auditorio y durante horas nos explicaban los peligros de consumir; y a mi madre, que un par de veces me llevó al museo del Hospital General de México a ver los pulmones carcomidos por el cáncer y el tabaco, recordándome que más me valía vivir sin drogas. Después vino el operativo Michoacán y con él un nuevo vocabulario: desaparecidos, colgados, descuartizados. A las flores antidrogas las relevaron los militares antidrogas. Las pláticas continuaron con la diferencia de que uno ya no podía irse a la escuela caminando, a ningún lado en realidad. Y al museo jamás regresé, pero los cuerpos ahí siguen.
Pasaron los años, y con el narco, la guerra y la crisis, nos topamos de nuevo con las benditas urnas. Desdichado yo que para este tercer encuentro seguía corto de edad. Así que, de cara a mi decimoctavo cumpleaños e incapaz de recibir en mí la responsabilidad del voto, tuve que conformarme viendo a mis amigas y amigos debatirse en la incertidumbre. Vaya envidia. Teníamos ahí a la señora del partido azul, Josefina Vasquez Mota, que más que otra cosa la recuerdo desesperada por tratar de lanzar una campaña frente a la barbarie que le dejó su antecesor. Obstinado, también estaba de regreso aquel señor que ya conocíamos de años atrás, el tabasqueño de vociferaciones implacables, de poderes y mafias ocultas.
Y también se incorporaba al ruedo el copetudo jovenazo Enrique Peña Nieto. A la fecha, muchos dicen que las señoras votaron más por su vida de telenovela que por él. La verdad es que yo no he conocido a ninguna de esas supuestas señoras; sin embargo, sí escuché a varios simpatizar con el señor Peña Nieto por motivos que sin duda escandalizan a varios de nuestros héroes. Y es que, en aquellos días lluviosos de julio, mucho se hablaba de salir de este embrollo en el que llevamos trece años sumergidos. Coqueteos por aquí y por allá (con el PRI al menos no estábamos así, decían, al menos sabían gobernar). Llovieron los días y en aquella ocasión la carita mató al verbo.
La presidencia del señor Peña Nieto resultó ser de una incompetencia asombrosa, y si para muchos la desfigurada coalición que fue aquello del Pacto por México auguraba la posibilidad de reformas profundas, entre tesis plagiadas, casas blancas y estudiantes desaparecidos, el susurrante retorno del Partido de la Revolución Institucional se colapsó sobre su propio peso. Ni tan revolucionarios, ni tan gobernantes; resultó que algunos venían a aprender. Acabaron por darnos las doce, y hace un año llegamos de nuevo al encuentro con la democracia, desesperados, esperanzados. Lo demás es tan reciente que vale poco recapitularlo, basta decir que la meteórica victoria del señor presidente ha dejado todo que desear.
Van más de diecinueve años desde aquel primer vistazo a la democracia. En el inter transcurrieron mi infancia y adolescencia, también la universidad. Hoy heme aquí, joven ciudadano encargado como tantos de votar y defender. En el camino recogimos el bagaje del sentido común; y, equipados con los cascarones lingüísticos de la libertad, los derechos humanos, la izquierda y derecha, la alternancia, los conservadores, los progresistas, los populistas, los liberales, neoliberales, los fifís y el pueblo, nos despacharon rumbo a la democracia y sus demócratas. A nosotros, que vivimos, que crecimos en un país feminicida donde la violencia es permanente, donde los salarios llevan treinta años estancados, donde la seguridad social se contrae y la desigualdad económica se dispara, a nosotros nos entregan un país en llamas y nos dan la bendición.
Afortunados.
Fiacro Jiménez Ramírez sigue vivo.