Ensayo

外語

(Taiwán, 2018)

Cuando tenía catorce años, decidí aprender griego. Encontré un curso archivado, un programa de radio de Chipre de la década de los ochenta diseñado para ingleses que vivían en la isla. No pretendía ser el curso de cursos ni hacer de sus escuchas expertos en Homero; su objetivo era simplemente educar a quien tuviera interés de escuchar su estación por quince minutos diarios. Claro, la versión que encontré estaba suplementada con listas de vocabulario y transcripciones, pero el eje era el programa de quince minutos. El vocabulario es el que se usaba todos los días: το σπίτι, το αυτοκίνητο, το τηλεφώνου. Por un largo rato, repasé las lecciones, aprendí a escribir y leer. Muchas tardes escuché a estos señores y señora, hasta que entré a la preparatoria. No he olvidado que, hace años, llegaba de callar en la secundaria a escuchar personas hablando idiomas remotísimos: el griego de Chipre, el inglés del Beowulf, el mohicano de una América que ya no existe.

A estas alturas, viviendo y aprendiendo chino, regresé a estas lecciones. En realidad nunca olvidé el poco griego que sabía: todavía recuerdo cómo presentarme, pedir ayuda, decir que olvidé las llaves de mi auto en mi abrigo. Incluso cuando lo dejé arrinconado, el idioma no me abandonó. Hace poco nos dijeron que todas las lenguas que conocemos están presentes y activas en cada momento; de ahí las confusiones y los enredos: son ellas moviéndose, llenas de vida.

La razón por la que quise aprender griego, más que latín o cualquier otro idioma, era que me gustaba su sonido. Poco antes de buscar las lecciones, escuché a alguien hablar griego en internet o la televisión, poco importa. La cosa es que este impulso no nació más que de amor o atracción a la lengua. No siento que sea algo a lo que se le da mucha importancia, aprender un idioma porque te gusta. No hablo de las personas que piden que hables una lengua “útil”; me refiero a las que creen que su tiempo no lo merece. Hay quienes tienen esta compulsión por aprender idiomas, pero no buscan cuál les habla directamente, su cradle tongue. El aprendizaje de un idioma se ve como un proceso que debe tener un objetivo claro, una carrera a campo traviesa, en vez de la construcción de una residencia permanente en un nuevo lugar.

Claro, como todo proceso de desarrollo, hablar lenguas nuevas duele. Creo que el nombre es el más doloroso. La incapacidad de pronunciar un nombre duele, escribió una amiga; y así como batallaron para pronunciar su nombre, las personas aquí no pueden con el mío: es demasiado largo y tiene dos sonidos poco comunes, además resulta difícil aprender un nombre nuevo de golpe. Pero mi experiencia en estos encuentros torpes ha sido de mutua curiosidad. Intercambiamos palabras y lugares, “el rápido ferrocarril rojo corre por la tarde” para presumir las erres, una felicitación o saludo en un idioma que nadie habla. Los mundos chocan, se envuelven, y dos líneas de fuga se encienden y vuelan. Cada uno aprende algo nuevo.

Lo más importante aquí es saber que la idea de fluidez absoluta es basura, un marcador arbitrario que decide si hablas o no la lengua. Hay personas que creen que uno sólo merece decir que “habla la lengua” cuando puede leer su máximo texto: estupidez. Otras dicen que uno sólo es maestro de su lengua cuando la separa perfectamente de las demás: terror a la entropía, el común denominador de la muerte. ¿Quiénes son ellos para decidir? Mejor que separen su vida en cubículos y se mueran de inanición.

Sin embargo, hay prácticas comunes que vienen de estas creencias. Guardar ese texto deseado para “cuando aprenda el idioma (nunca, en práctica, salvo un par de excepciones)”; decir que tal o cual traducción es mejor (¡todas son la misma traición!). Los textos que queremos de todos modos son leídos y releídos, y si vale la pena leemos otra traducción, y otra más. No tenemos por qué temerle al error: Simone Weil, Alfonso Reyes y Mishima cometieron errores, son más una lectura más. E invariablemente el error acude, como el mejor maestro que hay.

No veo cómo se pueden llamar 學者 con este desdén a las lenguas ajenas. Ya no tenemos gente que habla seis o siete idiomas (los mastica, diría mi padre). Se conforman con hablar inglés y su idioma y tener un idioma como curiosidad, algo para presumir cuando la gente viene a su casa en vez de realmente hacer el esfuerzo por hablarlo y no necesariamente dominarlo (¿dominar un idioma? ¿Decimos eso de nuestra lengua materna? ¿Que la dominamos?), sino participar en él y permitirse entrar con otros ojos a otros mundos.


(Monterrey, 2020)

ADENDO:

Acabo de comprar un libro en una librería de viejo. Lo compré porque costaba treinta pesos y era un libro en francés, idioma que he retomado (como fiel acompañante, no me ha abandonado a pesar del excesivo desdén que le tuve mucho tiempo). Lo que no me esperaba era encontrarme con el esfuerzo de un griego por aprender un tercer idioma. El libro es Les mots étrangers de Vassilis Alexakis. Inicia como todos: «[L’Afrique] substituait au monde etriqué que je connaissais un espace libre où tout restait a inventer, où tout était encore posible».

Cuando hablo de una pureza en el lenguaje, no me refiero a hablarlo perfecto o mantener patrones lingüísticos obsoletos. Hablo de cierta pureza a la que sólo podemos acercarnos al separar al lenguaje de la realidad. Recuerdo mucho la imagen de Deleuze, hablando sobre Michel Tournier, donde refiere a una experiencia solar pura, de los elementos puros, a los que se acerca Viernes en su recuento de Robinson Crusoe: una sombra detrás de la mente donde sentimos los movimientos. El espacio libre donde todo es posible y donde nada ha sido anclado. Este movimiento o salto es una de las partes más hermosas de los idiomas: cuando logramos separar a la palabra de su concepto y permanece lo puro, de modo que podemos volver a aprehenderlo.

Un pequeño ejemplo, para terminar: aprendí, por vanidad más que nada, la oración de Jesús en griego. Antes rezaba más por hábito que por volición del alma, pero recuerdo una noche nítida en la que decidí realmente rezar esta pequeña frase. No cambió mi vida, ni me hizo un místico, pero recuerdo una noche muy nítida donde todo comenzó a verse más claramente, y donde me parecía que no sentía ni el aire entrar a mis pulmones. No había luz, y aún así logré navegar ese laberinto que es la noche oscura.


Alejandro Navarro (Monterrey, 1994) es letrólogo.

@nnivannivienen

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